lunes, 16 de febrero de 2009

CULTURA JUDIA

La cultura judía –de la cual la religión judía ha sido hasta ahora parte esencial– ha marcado como pocas los mayores logros de la evolución civilizatoria. Ese aporte es medular porque universal; lo extraordinario de lo judío es su universalidad. La única cultura –no pueblo, ni mucho menos etnia; esto último se ha perdido en la noche del tiempo– que se ha asentado en casi toda la Tierra, sin un centro, como el universo mismo, hasta la creación del Estado de Israel en 1948. Una errancia planetaria de dos mil años desde la destrucción de Jerusalén y del segundo templo por el Imperio Romano en el 70 d.C. y una desértica errancia anterior definieron su particular otredad y su importancia.¿De dónde entonces el odio inaudito que los judíos han provocado en casi todas partes y casi toda época? ¿De dónde el antisemitismo? “Término en cierto modo absurdo, puesto que surge en el seno del islam”, apunta George Steiner (1), quien luego de enumerar los abrumadores aportes filosóficos, políticos, productivos, artísticos, científicos de los judíos en la historia, despliega una brillante hipótesis sobre el origen del antisemitismo.Para Steiner los judíos serían los culpables de introducir leyes, reglas, normas éticas, contrarias a la naturaleza humana: “Tres veces en la historia occidental los judíos han luchado por presentar ante la conciencia humana el concepto del Dios único y las consecuencias morales y normativas de ese concepto (…). Los dictados morales surgidos del monoteísmo (...) profético del Sinaí son sumamente rígidos. La prohibición de matar, de cometer adulterio, de codiciar, de fabricar imágenes, por inocentes que sean, de comerciar con los dioses domésticos, con los espíritus tutelares, con los santos, es, en sí misma, indicio de una exigencia aún mayor. Implica la transformación del hombre corriente. Debemos disciplinar el alma y la carne, hasta tornarlas perfectas. Debemos crecer más allá de nuestra propia sombra. (…) Ni un ápice de nuestra complacencia natural, de nuestra libido, de nuestra falta de atención, de nuestra mediocridad y sensualidad escapa a los dictados morales y legales. (…) El ‘conviértete en lo que eres’ de Nietzsche, es la antítesis del mandamiento del Sinaí. ‘Deja de ser lo que eres, aquello en que la biología y las circunstancias te han convertido. Conviértete, aun a costa de un terrible precio de abnegación, en lo que podrías ser’. Eso es lo que ordena el Dios de Moisés, de Amós, de Jeremías”.El segundo de los “tres momentos de imposición trascendente que el judaísmo le impone al hombre” es para Steiner el del Sermón de la Montaña. Siendo el mensaje del judío Jesús “un compendio de órdenes minuciosamente estudiadas de la Torá, de los salmos y de los profetas (…) el rabino-prodigio y salvador de la fe de Galilea llega más lejos. Exige a los hombres y a las mujeres un altruismo, un dominio de sí mismos, ‘antinatural’, contrario a los instintos, ante todo aquel que nos injurie u ofenda. (…) Debemos además compartir o regalar nuestras posesiones terrenales, convertirnos en mendigos, si es necesario, en beneficio de los desposeídos (…). La petición de Jesús de que ofrezcamos la otra mejilla, de que perdonemos a nuestros enemigos y perseguidores, de que aprendamos a amarlos, es casi inconcebiblemente contraria a la esencia humana. (…) La víctima debe amar a su verdugo. Una proposición monstruosa. Pero una luz surgida de lo insondable. ¿Cómo pueden cumplir semejante precepto los hombres y las mujeres mortales?”.La tercera “llamada a la puerta –prosigue Steiner– es la del socialismo utópico, principalmente en su vertiente marxista. Junto con el cristianismo, el marxismo es otra de las herejías primordiales del judaísmo. La aportación teórica, práctica y personal de los judíos al socialismo radical y al comunismo pre-estalinista es claramente desproporcionada: véase cuántos de ellos figuraban entre los primeros mencheviques y bolcheviques o entre los miembros de la izquierda utópica y de los movimientos revolucionarios en toda Europa central. El marxismo seculariza, convierte a ‘este mundo’ en una tierra donde prevalece la lógica mesiánica de la justicia social, la del Edén abundante para todos, la de la paz. En sus famosas notas manuscritas de 1840, Marx, tan rabínico en su alboroto y en sus promesas, predica un orden en el que la moneda de cambio deje de ser la del lucro y las posesiones: ‘el amor se cambiará por amor, la confianza, por confianza’, dice. Es, literalmente, la visión de Adán y de los Profetas; es la visión del Galileo. La gran furia desatada en contra de la desigualdad social, en contra de la estéril crueldad de la riqueza, en contra de la hambruna y la misère innecesarias que aguijonea a Karl Marx, es precisamente la de Amós (…). En su forma más pura, tal como se plasmó en algunos de los kibbutzim socialistas y comunistas del primer sionismo, no existe la propiedad privada. A cada cual según sus necesidades. Los niños son atendidos por toda la comunidad. Pero aunque atenúa tales absolutos, el marxismo exige una subversión total de las prioridades de la intimidad, de la adquisición, del egoísmo. (…) En el núcleo de cualquier programa socialista o comunista consistente hay una mística del altruismo, de la maduración humana, hasta alcanzar la generosidad. (…) En tres ocasiones, el judaísmo ha situado a la civilización occidental frente al chantaje de lo ideal. (…) Tres veces, como un vigilante enloquecido en plena noche (Freud incluso sacó a los hombres del sueño inocente), le ha gritado a la especie humana que se transforme en humanidad plena, que reniegue de su ego, de sus apetitos innatos, de su tendencia al libertinaje y al capricho. En nombre del inefable Dios del Sinaí; del amor incondicional hacia el enemigo; en aras de la justicia social y la igualdad económica. Estas demandas son, en su reivindicación de perfección, irrefutables. (…) Los ideales de Moisés, de Jesús y de Marx martillean en la psique de L’homme moyen sensuel que intenta continuar con su imperfecta existencia. Creo que esta presión engendra odio (…). Nada resulta más insoportable que el hecho de que se nos recuerde recurrentemente, se diría que perpetuamente, lo que deberíamos ser y, de un modo tan evidente, no somos (…). Confieso no encontrar mejor explicación para la persistencia del antisemitismo más o menos mundialmente extendido después del Holocausto (…) Hitler lo expresó sin ambages: ‘El judío ha inventado la conciencia’. Después de eso, ¿cabe mayor afrenta?”.

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